El domingo 11 de abril, en su columna semanal, el periodista Daniel Matamala fustigó duramente a la diputada y figura presidenciable Pamela Jiles, y a su característico ‘estilo’ de hacer política, asegurando que su forma de lidiar con el descontento social es un “caudillismo condescendiente”, “paternalista”, acusándola de “humillar en vez de argumentar” y “usar la performance como reemplazo del debate sobre políticas públicas”. El eje central de la argumentación de Matamala radica en lo que él llama “un político respetuoso de sus electores”, que da cuenta de sus conflictos de interés, o bien, justifica por qué ellos no afectan su capacidad de decisión. En suma, una política que argumenta y ofrece razones para justificar sus decisiones y actuaciones. En sus palabras, Pamela Jiles sería la antítesis de aquel “modelo de político ideal”.
Sin embargo, a los pocos días, la encuesta Cadem anunciaba que Pamela Jiles lideraba la intención de voto de cara a las elecciones presidenciales. ¿Cuál es, entonces, el punto de una crítica como la del periodista?
Pareciera que en el mundo hay dos clases de personas: aquellas que creen que hay formas ‘buenas’ y formas ‘malas’ de hacer política, y por tanto abogan por el énfasis en la primera; y aquellas que simplemente navegan de manera muy hábil por el tormentoso mar de ‘lo posible’, empleando todas las estrategias que sean necesarias para lograr esa esquiva ‘efectividad’ -de la que nos habla insistentemente la perspectiva retórica- y así aumentar sus réditos políticos.
Por cierto, no tenemos hasta el momento ninguna razón para sospechar que los electores prefieren o premian lo primero por sobre lo segundo. Y entonces la pregunta, para quienes creemos en un modelo ideal de política, sigue siendo: ¿cuál es el punto? Si lo retórico y lo efectista da mejores resultados, ¿por qué seguir insistiendo en que ciertas formas de hacer política no están bien?
La creencia de que una política que aspire a tener legitimidad social debe basarse en argumentos razonables y no en meros espejismos está hoy mejor representada en esto que se ha llamado ‘la democracia deliberativa’ (Cohen, 2009), basada fuertemente en las ideas de Jürgen Habermas (1998, 2002). Para este célebre filósofo, las regulaciones legales que generan una fuerza socialmente vinculante y que pretenden imponer obligaciones a los ciudadanos (es decir: los actos de la política legislativa) deben estar necesariamente soportadas en acuerdos intersubjetivamente reconocidos por las personas (Gómez 2017). Se propone que solo a través de la deliberación, mediante razones susceptibles de ser validadas para todas y todos, es que las y los ciudadanos podrán ejercer una forma de control racional sobre las decisiones de las autoridades. Quienes sostienen una óptica de democracia deliberativa se defienden de las acusaciones de ingenuidad y utopismo diciendo -y he aquí lo importante- que un modelo ideal de deliberación democrática ofrece un marco normativo que permite a la sociedad civil y a las instituciones emitir juicios de valor sobre qué tan deliberativa y democrática es una sociedad, lo que, a su vez, permite identificar avances o retrocesos (Cohen, 2009 en Gómez, 2017). En suma, lo que tan clásicamente se conoce como un ‘ideal regulativo’.
Pero, ¿cuál es el punto? Pareciera que, a quienes creemos en un ideal regulativo como rector de la democracia, no nos queda más que quedarnos ‘al lado del camino’, predicando cómo deberían ser las cosas, frente a una facticidad política que nos demuestra una y otra vez que lo retórico, efectista y -en este caso particular- populista parece concitar más éxito empírico que la política que se hace siguiendo el ideal. Después de todo, y tratando de no caer en la burda simplificación, pareciera que el populismo conecta de mejor manera con lo inmediato y lo sensorial, mientras que la deliberación racional pareciera costarle a los ciudadanos un esfuerzo que, en condiciones de alienación -y especialmente en circunstancias de agotamiento y crisis de salud mental producto de la pandemia-, no tienen energías ni medios para realizar.
Fenómenos como el de Pamela Jiles nos llaman, a quienes creemos en un modelo ideal de deliberación política, a estar alertas ante la posibilidad de que nuestro reclamo se convierta en una mera prédica moralista, una simple crítica de cómo deberían ser las cosas en un mundo ideal, ajeno al nuestro, que nunca podremos alcanzar. Peor aún: que nuestra confianza en un modelo ideal se convierta en un ‘yo tengo mejores credenciales morales que tú’, cuestión que resulta a todas luces imposible de justificar. Si llegamos a ese punto, entonces el modelo ideal reclama simplemente ser abandonado. Debemos hacer el esfuerzo por lograr que un modelo ideal de democracia se convierta en algo más que eso, si hemos de revitalizar una política ‘de buena manera’ y conseguir algo mejor que lo que se ha hecho en los últimos treinta años.
Mauricio Torres Jáuregui
Docente de la Universidad Abierta de Recoleta